Escritores: Angela Maria Guevara y Simón Salvador
Narradora: Anónimo
Organización: Didark y UGR
Título: Las historias de la yaya
Nivel:Avanzado
Idioma: Español
Resumen: Historia de vida de Yolanda, donde narra pasajes desde su infancia hasta su madurez, destacando el hecho de ser abuela.
Palabras clave: Vida, Chile, Abuela.
Mi nombre es Yolanda Osorio, tengo 76 años. Nací un sábado 2 de junio a las 17:20 de la tarde en Santiago de Chile. Concretamente en una calle ubicada justo enfrente del Palacio de la Moneda de Chile, la emblemática casa presidencial que décadas después fue bombardeada en el Golpe de Estado de 1973. Cuando nací habían pasado sólo unos meses del final de la Segunda Guerra Mundial. Por lo que me han contado, en aquella época todo estaba muy revuelto.
Mi infancia transcurrió principalmente en la Comuna de la Cisterna, una de las muchas comunas de la zona metropolitana de la ciudad de Santiago. Esta comuna está compuesta por barrios sencillos habitados por gente trabajadora. Mis padres decidieron mudarse allí después de vivir un tiempo con mis abuelos. Éramos dos hermanas y aunque nos queríamos mucho, siempre tuvimos personalidades muy diferentes: yo era más extrovertida y ella era más tímida. Mi hermana tuvo una infancia muy complicada debido a su débil salud: siempre tuvo un estado muy delicado y necesitó muchos cuidados. Ella ya ha fallecido debido a una complicación de sus muchas enfermedades. Mis padres eran muy aprehensivos[1], no nos dejaban tener amigas ni amigos. Vivíamos en una casa muy grande, en una casa quinta[2]. Mis padre siempre nos pedían que jugáramos dentro de la finca pues teníamos un jardín y suficiente espacio para poder correr. No querían que adquiriéramos malas costumbres de los otros niños del barrio; supongo que era la razón de tanta prohibición. Nunca nos trataron mal, es decir, siempre tuvimos nuestras necesidades cubiertas. Mi padre trabajaba como obrero en una fábrica de plástico, siempre tuvo trabajo, gracias a Dios ya que era un hombre muy responsable.
Volviendo a la primera parte de mi infancia: mi abuelita materna vivía con sus dos hijos, que eran solteros, con mis padres y mi hermana y yo; entre todos compartíamos esa gran casa. Recuerdo a mi abuelita como una persona un poco fría, sé que nos quería pero no era cariñosa. Y, al menos yo, siempre he agradecido y buscado los gestos de cariño, soy muy de piel[3], y por eso, ahora que soy abuela, intento ser cariñosa con mis nietos.
Durante el verano, cuando mi padre estaba de vacaciones, nos íbamos al sur de Chile, a un lugar que se llama Calleuque. Calleuque es una hacienda ubicada en la Comuna de Peralillo. Me gustaba el campo, los animales, y sobre todo compartir tiempo con mis primos, ¡al fin niños con los que jugar!. Allí vivían mis abuelos paternos. A mi abuela paterna, la abuelita Juana, la recuerdo con mucho cariño ¡era tan linda, tan tierna y cariñosa! nos abrazaba, nos añuñucaba[4], y nos encontraba muy guapas, todos sus gestos mostraban cuidado y cariño.
Mi madre nos contaba que al casarse con mi padre a los catorce años, conoció a mi abuelita Juana y rápidamente se hicieron íntimas amigas. Mi abuelita siempre la llamaba la Elianita y la llamó así hasta que cerró los ojos por última vez, sus últimas palabras fueron Elianita. Mi abuela Juana era muy buena con todo el mundo, siempre tenía algún obsequio para la familia, incluso criaba pollos para que los lleváramos a Santiago. siempre nos íbamos de su casa cargados de comida. Cuando la abuelita Juana falleció, llegaron montones de coches tirados por caballos, los llamaban Cabra. El pueblo se vació porque todos querían despedirla. Había tanta gente que algunos no llegaron a poder entrar en el cementerio. Ella era muy querida, era como una santa, está sentadita al lado de Dios. Y fue por ella que pude conocer la historia de mi bisabuelo, que es una de mis favoritas porque es de las historias familiares más antiguas que conozco.
Mis bisabuelos llegaron a Chile desde España, concretamente desde Galicia, por lo que me han contado, aunque partieron de España en un barco desde Sevilla. Mi bisabuelo Nicolás era administrativo en una empresa naviera. Esta empresa decidió que viajaran como polizontes, así que mis bisabuelos, Nicolás y Natalia, viajaron acompañados de mi tío Julio que era un niño de apenas tres años y mi abuelo Guillermo, que todavía no había nacido, estaba en la guatita[5], mi abuela viajaba embarazada de él.
Al llegar a América, el barco les dejó en un lugar llamado Navidad cercano al Puerto de San Antonio, en la zona central de Chile. Desde ahí se trasladaron en una lancha hasta la costa. La única indicación que les dieron fue que se mantuvieran junto al río para caminar, porque sería más fácil encontrar comida, viviendas o personas que les pudieran ayudar. Después de caminar durante kilómetros, llegaron a una ramada, las ramadas son lugares donde se cuidan las plantaciones de los fundos[6]. En ese peculiar momento conocieron al dueño del fundo, que decidió contratar a mi bisabuelo al ver que tenía experiencia como administrador, algo que podría venirle bien para su negocio. Les dieron una casa y pudieron echar raíces y así se creó mi familia, en un continente tan lejano a su lugar de origen. En aquella casa nació mi abuelo Guillermo, creció, se casó y allí también crió a sus hijos, entre ellos mi padre. Pero,esa casa, que me regaló mis propias historias -entre travesuras, juegos con mis primos y aventuras en los riachuelos- ahora está en ruinas porque sucumbió con el terremoto del 2010, uno de los más fuertes en la historia de Chile.
Yo empecé a ir a la escuela a los 6 años, edad a la que los niños entran a primero básico[7]. Me gustaba mucho ir a la escuela y mi clase favorita era la de matemáticas, ¡me encantaban las matemáticas!, tenía todos mis cuadernos perfectamente ordenados y al día. Mi jornada escolar no era muy larga, entrabamos a las nueve de la mañana y salíamos a la una de la tarde. Vivíamos muy cerca de la escuela, a solo dos calles. En aquella época las madres no nos llevaban hasta la escuela ni tampoco nos iban a buscar al salir. En esos tiempos no era como ahora, era más seguro.
A medida que nos hacíamos mayores, aumentaron las restricciones en casa, mis padres seguían sin dejarnos salir a mi hermana y a mí. Sin embargo, yo aprovechaba cada oportunidad que tenía para divertirme. A veces me mandaban a comprar a un negocio del barrio y el dueño siempre me decía: – “¿Qué quiere señora?”-. ¡A mí me daba tanta rabia! pues yo no era una señora era una niñita, pero él insistía en llamarme señora, incluso mi madre le reclamó, para que dejara de hacerlo pero nunca hizo caso. En una ocasión, por esas cosas de la vida, encontré en casa una cuchilla de juguete, que parecía real porque la hoja tenía el color del metal y el mango era de madera, era retráctil. Inmediatamente pensé en ir a donde don Roque – que así se llamaba el tendero- para asustarlo. No hallaba la hora de que me mandaran a comprar. Cuando llegó el momento de ir a la tienda, fui con mi hermana y al llegar don Roque me saludó como siempre: – “¿Qué quiere señora?”-. Entonces me atravesé entre los mostradores que eran angostos y le dije: – “¿Hasta cuando me lesea[8]?”-, y le clavé la cuchilla falsa en la tripa. Él se puso pálido y entró en un despacho que tenía tras la tienda, con pasos lentos, donde permaneció un rato. Cuando salió, con una cara muy seria, me dijo: – “Con eso no se juega niñita”-. Cuando llegamos a casa, mi madre nos preguntó por qué habíamos tardado tanto. Nosotras le dijimos que don Roque estaba en su despacho,que había sido culpa de él, que iba con retraso. Pero lo que había pasado en la tienda de don Roque no quedó en secreto ya que mi hermana, que era sanguchito de palta[9] le dijo a mi madre: – “Es que Yoli le enterró la cuchilla en la tripa a don Roque”-. y mi mamá se asustó tanto y empezó a regañarme diciendo. – “¿Yola, qué has hecho? ¡Por Dios! ¿Qué has hecho Yola?”-. tuve que contarle que había sido una broma y que la cuchilla era de plástico. Y esto quedó como una anécdota para la familia, con la que muchos se siguen riendo hoy en día.
Recuerdo que era traviesa desde pequeña. A veces me mandaban a comprar y yo jugaba a las bolitas con los vecinos del barrio, aunque no estaba bien visto que una niña jugara a las bolitas, por eso lo hacía a escondidas. Y era buena, les ganaba todas las bolitas, me las llevaba a la casa y se las vendía a ellos mismos. En una ocasión, estando en casa llamaron a la puerta y abrió mi madre y se encontró con un niño que le dijo:
– ¿Está la Yola?-.
– ¿Para qué la quiere? – le dijo mi mamá.
– Quiero que me venda bolitas-.
Mi madre ignorando la situación responde:
– No, ella no vende bolitas -. Pero la verdad era que yo tenía una bolsa llena de bolitas para vender, era para mi negocio de niña.
Como era tan traviesa no siempre salía bien librada. Mi padre solía castigarme y por cualquier cosa que le molestara me daba veinte correazos, incluso yo los tenía que contar, era un poco sádico. A veces cuando me quería castigar, yo corría hasta el muro que separaba nuestra casa con la casa vecina. En nuestro jardín había un gran árbol de caquis que tenía una escalera; la escalera la utilizaba para subirme al muro y desde arriba la tiraba hacia el jardín de la vecina, donde me quedaba escondida para librarme de los correazos. La primera vez que me subí hasta el caqui me vió la vecina, porque los perros que tenía ladraban un montón, eran unos perros muy grandes. Entonces, sin bajarme de la escalera conversé con la señora Laura, que así se llamaba mi vecina:
– ¿Qué pasó Yolita?- me dijo mirándome asustada.
– Es que me van a pegar, por eso me estoy escondiendo – le dije, con tono triste y un poco asustada. Poco a poco, y tras esconderme en varias ocasiones en aquel lugar, me hice amiga de aquellos perros, y en el fondo creo, que la vecina me entendía y a su manera, se preocupaba de mí.
Después empezó la época de ir al Liceo; estudiaba y lo pasaba bien, y competía por obtener las mejores notas con mis compañeras, pero era, además, abogada de causas perdidas[10]. Por ejemplo, en una clase de historia, la profesora le bajó un punto por falta de ortografía a una compañera, y yo le pregunté:
– ¿Por qué le baja la nota si usted es profesora de historia, no de gramática?
– Porque tiene una falta de ortografía- aclaró ella.
– Bueno, pero no es dictado, es una clase de historia y usted no puede bajar la nota así como así.- contesté a la profesora con un tono autoritario. Por situaciones así me enviaban al despacho del director muy a menudo, alegando ante el director ante lo que yo creía que eran injusticias.
Durante el tiempo que estuve estudiando en el Liceo, tuve un novio que vivía de camino a mi casa. Se llamaba Jaime y tenía un perro llamado Que te hace, nombre curioso para un perro. Algunas veces cuándo yo volvía a casa caminando, le abría el portón, para que saliera a la calle y me siguiera hasta la casa. Todo era una estrategia para que después yo pudiera volver a salir, porque cuando llegaba a casa con el perro mi madre me decía: – Ve a dejar el perro a su casa -. Y así yo podía volver a salir a la calle. Se suponía que Jaime era mi amigo, que éramos solo compañeros del Liceo, así que era mi novio a escondidas. Yo volvía con el perro hasta su casa, estábamos juntos un ratito y me volvía a mi casa. Así me las arreglaba, siempre buscando las maneras de poder escapar a las restricciones de mis padres. Esa época fue un poco triste para nosotras, porque no podíamos tener amigas, ni amigos. Nos teníamos que conformar con escuchar sobre las fiestas que daban las compañeras del Liceo, y a nosotras nos daba rabia no poder asistir y tener aquellas experiencias, igual que nuestras compañeras.
Tras terminar el Liceo y dejar la relación con Jaime, mi familia y yo nos mudamos a Juan Antonio Rios, un pueblo de La Cisterna. Fue en esa época que conocí a mi marido, Eduardo. Él me pareció muy guapo desde el primer momento que lo vi. Me fijé en él porque conducía un autobús que pasaba por mi casa todos los días y poco a poco fuimos charlando. Yo intentaba coincidir siempre con sus horarios para poder encontrarlo, así que esta relación, también empezó a escondidas, hasta que mi padre nos pilló. Entonces tuvimos que formalizar nuestra relación y después, casarnos.
Con Eduardo formé mi familia, tuvimos 3 hijos, el mayor nació en 1967, dos años después, en 1969 nació mi hija y por último en 1975, mi hijo menor. Recuerdo que, tras casarnos nos fuimos a vivir a otra casa, no queríamos vivir con mis padres, buscábamos la forma de tener nuestra propia vivienda y finalmente lo logramos. Aquella casa donde iniciamos nuestra vida en común es la casa donde vivo actualmente. Sin embargo, conseguir esta casa fue una verdadera lucha y yo misma tuve que hacer muchas gestiones para que esto se hiciera realidad.
La historia de la casa es muy larga pero me gustaría contar cómo la conseguimos. En principio me habían asignado una casa en una comuna que era muy húmeda y no era viable vivir allí porque afectaría la salud de mi hijo mayor, que sufría de bronquitis asmática. No podía exponer la salud de mi hijo. Entonces me armé de valor y fui a hablar con la jefa de las viviendas, pero ella no cedió nada, me ofrecía solo las opciones de aceptar o dejar la vivienda. Volví llorando para casa, pero no me rendí, volví otro día pensando que quizás la había encontrado en un mal momento. Esta vez fui con los dos niños, iba con Eduardo caminando y la Jessica en brazos, pero ella me volvió a decir que no, que mucha gente necesita una casa. Yo soy de las no aceptan un no por respuesta e insistí en pedir un cambio de vivienda porque mi hijo no podía vivir en la casa que nos habían asignado. Pero no sirvió de nada, la señora me dijo lo mismo con un portazo en la cara. Ya no sabía qué hacer. Volví a casa llorando por la calle Agustinas, en pleno centro de Santiago. Había mucha gente, mucho movimiento, y yo no sabía hacia dónde ir. De pronto, alguien me cogió del brazo y me dije: – “¿Yoli qué te pasa?”-. Era un amigo y entre sollozos le conté lo que me estaba ocurriendo. Nos fuimos a un bar y pedí una Coca Cola, lo recuerdo perfectamente.Le conté con todo lujo de detalle mi problema Él me dijo que lo solucionaríamos inmediatamente. Me dijo que le acompañara y llegamos a un edificio. Subimos un par de plantas hasta un despacho con un letrero en la puerta que decía: Vicepresidente Ejecutivo de la Caja de Empleados Particulares. Tocó la puerta, entró y saludó al hombre que estaba sentado:
– Hola, ¿Cómo está? Le presento una amiga. Necesito que le solucione un problema – le dijo.
Y así, como si fuera un angelito caído del cielo, logró que me gestionaran todo el proceso y pude elegir dónde quería vivir: una casa con una ventana al norte; en una gran avenida; que tuviera acceso entre calles; que no estuviera encerrado dentro de la Villa. De esa manera obtuve mi hogar, aquí estoy desde hace 51 años, viviendo felizmente.
Bueno, en esta historia he hecho un recorrido por mi vida. Quiero terminar diciendo que, hoy en día he descubierto que mi felicidad comenzó cuando fui abuela, porque cuando fui madre, fue hermoso pero tuve mucho sufrimiento, mi marido era estricto, igual que lo había sido mi padre, y a penas les dejaba salir a la calle. Tuve ciertas épocas complicadas conviviendo con mi marido. Pero cuando nació Simón, mi nieto mayor, me lo pusieron en los brazos y yo lo único que hice fue llorar, llorar y llorar. No sé muy bien explicar qué se siente siendo abuela; pregúntame qué es ser mamá y te lo puedo decir, pero ser abuela no sé lo que es ser abuela, lo único que sé es que los nietos son mi vida, son el aire que respiro, los amo con toda mi vida y sé que todos mis nietos me aman. Tengo la fortuna de sentir el cariño de todos. Mis cinco nietos son mi corazón. Como le expliqué una vez a Simón, que es el mayor: mi corazón es un cofre y cada nieto fue como un tesoro que fui metiendo en él. Hoy en día tengo nueve tesoros, porque tengo cinco nietos, dos bisnietos, y dos sobrinos-nietos y realmente soy muy feliz, agradecida de la vida porque tengo muy buena salud y he tenido muchas oportunidades en la vida para hacer muchas cosas.
Considero que la vida es muy linda y hay que vivirla. La vida me ha dado una hija más, mi nuera, la madre de mi nieto llamado Simón: siempre he dicho que todo lo que pueda hacer por ella lo haré. Y aunque hoy en día no siga casada con mi hijo, sigo sintiendo que es parte de mi familia. Te diré que a día de hoy no tengo relación con mi hijo, pero sí con ella. Me recuerda cuánto quería mi abuelita a mi madre y quiero seguir su ejemplo, recibiendo a Antonieta con ese cariño que tienen las madres a sus hijas. Además, tengo que agradecer la confianza que ella puso en mí cuando nació Simón, porque como en esa época ella estaba estudiando y no podía cuidarlo, sin pensárselo dos veces me lo dejaba con sus biberones mientras ella se iba a estudiar y yo tuve la hermosa oportunidad de cuidar a mi nieto. Después la familia fue creciendo con más nietos: al poco tiempo nació Camila, mi segunda nieta, hija de mi hija. Simón y Camila se criaron juntos y esas experiencias crean conexiones para siempre. Han sido momentos muy bellos para mí, cosas por las que me siento muy afortunada de poder haber vivido, muy bendecida, porque no todas las abuelas tienen la dicha de tener a sus nietos, que son para mí como el aire que respiro. Y con esta historia quiero manifestar mi amor por ellos.
[1] Aprehensivo/a – Dicho de una persona: Sumamente pusilánime, que en todo ve peligros para su salud, o imagina que son graves sus más leves dolencias.
[2] Una casa quinta – En México, una quinta es una propiedad con vivienda que se utiliza como casa de descanso, pues se ubicaban en las zonas rurales cercanas a las poblaciones urbanas. Pueden o no tener una huerta o una pequeña parcela agrícola.
[3] Ser de piel – expresión que se utiliza en Chile para definir a alguien o algo que apela a las emociones y la sensibilidad.
[4] Añañuca – Consentir.
[5] Guatita – Vientre.
[6] Fundos – Haciendas pequeñas.
[7] Primero básico es parte del Sistema Educativo chileno.
[8] Lesea – Molestar con bromas.
[9] Sanguchito de palta – Persona que comparte fácilmente los secretos.
[10] Abogado de causas perdidas – Frase hecha que significa el placer irracional experimentado al poner el propio esfuerzo en empresas claramente condenadas al fracaso.