Escritor: Adrián Gallego Guerrero

Narradora: Anónima

Organización: Didark y UGR

Título: Historia de una luchadora

Nivel: Avanzado

IdiomaEspañol 

Resumen: Esta historia recorre diferentes épocas de la vida de Carmen, desde el fallecimiento de su padre, siendo ella una niña, pasando por algunos viajes hasta su vuelta a su ciudad natal, Granada.  

Palabras clave: Infancia, Costumbres, Vida, Ciudades españolas, Matrimonio. 

Historia de una luchadora

Soy Carmen y nací en 1952 y mi padre murió en el año 1960. Empiezo así esta historia porque para mí, la muerte de mi padre es un recuerdo muy presente: aunque ya soy mayor parece que fue ayer cuando mi madre nos sentaba a todos sus hijos en el salón para darnos aquella mala noticia. 

 

En mi familia éramos varios hermanos: tres pequeños, mi hermana que tenía 6 años, mi hermano y yo, que éramos mellizos[1] y teníamos 8 años cuando murió mi padre y mis dos hermanos mayores. Mi padre estuvo cuatro años en el Hospital de San Juan de Dios, un hospital muy antiguo, construido en el siglo XVI y ubicado en un edificio de estilo renacentista, y regentado por los hermanos de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, que tenían como objetivo ayudar y dar cobijo[2] a los más desfavorecidos. Estuvo internado tanto tiempo porque estaba muy enfermo: tenía cáncer de pulmón y nosotros éramos una familia muy humilde. Durante los años que mi padre estuvo enfermo mi madre sufrió mucho, tenía que estar pendiente de mi padre y de todos nosotros, sus hijos, aunque recibió mucha ayuda de mis hermanos mayores y de su familia. Pero la recuerdo triste. Tuvo que ser muy dura aquella situación para ella, sabiendo que mi padre nunca saldría de aquel hospital. Hoy sé que vivimos un duelo anticipado[3], ya que todos, incluso mi padre, éramos conscientes de que él iba a morir. 

 

Recuerdo perfectamente el día que murió mi padre, aunque yo era apenas una niña de 8 años, pero se me quedó grabado porque, aquel día, había misa en la Iglesia de Santa Ana, una de esas pequeñas iglesias mudéjares, situada en la ribera izquierda del río Darro, en una pequeña plazoleta al pie de La Alhambra; iglesia importante para mi familia porque, mis tíos eran los sacristanes. Y es que en aquella época ser sacristán era un cargo muy importante: un sacristán es la persona que se encuentra a cargo de la sacristía y de la custodia de los objetos sagrados que contiene; asiste al sacerdote en las labores de cuidado y limpieza de la iglesia y es además el encargado de preparar todo lo necesario para la celebración de la misa. ¡Imagínate qué gran responsabilidad! Y aunque mis tíos eran muy religiosos, cómo irás leyendo, según avance en mi historia, mi madre no lo era tanto. 

 

Cuando mi padre murió, mi madre decidió llevarnos a casa de mis tíos, así ella podía atender todos los asuntos del entierro. Antiguamente no llevaban los cadáveres a las iglesias pero, como mí tío era el sacristán, dejaron que el cadáver de mi padre estuviera en la Iglesia de Santa Ana. La casa de mis primos estaba situada junto a la torre del campanario de aquella iglesia. Hoy se dice que esa torre antigua fue construida entre 1561 y 1563, por un tal Juan Castellar. Era de ladrillo, muy bonita y esbelta, y en aquellos días nos servía de juego, sin saber de su antigüedad e importancia. 

 

Así que, aquel día, cuando falleció mi padre, subimos mi hermano y yo a lo alto del campanario, al oír el toque de la campana[4]Desde allí, desde lo alto de la torre, pudimos ver cómo llegaba un coche negro y alargado: era un coche fúnebre, de los que transportan los féretros. De él sacaron un ataúd[5] de madera oscura con detalles plateados.  Desde lo alto de la torre, también pudimos ver a mi hermano Antonio y a mi hermano Daniel, ellos eran los hermanos más mayores: uno tenía 16 años y el otro 14 años, más o menos. Los vimos salir del coche y, aunque vestían sus mejores trajes, se notaba que eran trajes de gente humilde. Como complemento portaban una tela negra en el brazo. En aquel momento, no sabíamos que esa tela significaba que estaban de luto[6]. Entonces empecé a gritar: -“¡Se ha muerto papá!”-. Y mi hermano, sentado junto a mí en aquella torre, decía entre lágrimas: -“¡Qué no es papá!”-. 

 

Mientras, el cura de la Iglesia de Santa Ana bendecía el ataúd, volviendo después a meter el féretro en el coche fúnebre. Vimos alejarse al coche por la Dehesa del Generalife, camino del cementerio, para enterrar[7] a mi padre. Hay que destacar que era costumbre en aquella época que las mujeres no fueran a los entierros, solo iban los hombres. Así que mi madre no pudo acompañar al féretro de su marido, ni pudo ver cómo le enterraban. Supongo que aquello llenó aún más de tristeza su ya maltrecho corazón. 

 

Al darnos cuenta, que en aquel ataúd iba nuestro padre, bajamos corriendo del campanario, por las escaleras de la torre de la iglesia, hasta el cercano Puente de Santa Ana[8], un pequeño y antiguo puente de piedra de la ciudad de Granada. Y allí, en los fríos escalones de aquel puente, mi hermano y yo con lágrimas en los ojos, fuimos conscientes de que mi padre se había muerto y que no le volveríamos a ver. De forma casual, nos encontramos con nuestros primos de Barcelona, que habían venido al entierro de mi padre. Los reconocimos rápidamente porque, unos años antes, habían venido a Granada, sabiendo que mi padre ya estaba muy enfermo, para despedirse de él. 

 

Siempre habían tenido mucha y buena relación. En aquel puente nos abrazaron muy fuerte y, viendo que estábamos muy tristes, nos dieron una peseta[9] que, en aquella época, era mucho dinero. Camino a casa, junto a mi hermano, nos metimos en una pastelería a comernos unos dulces con la peseta que nos habían dado nuestros primos y, de esta manera, pasar el mal trago de despedirnos para siempre de mi padre. Recuerdo perfectamente el borrachuelo[10] que me comí. Lo recuerdo porque era el dulce favorito de mi padre. Se hace con harina, vino, aceite de oliva, miel, matalauva[11] y ajonjolí[12] y aquel en concreto me supo a gloria[13] y calmó en cierta manera mi tristeza. 

 

Tras la despedida de mis primos y la parada en la pastelería para comernos aquel delicioso dulce, llegamos a nuestra casa. Mi casa era una corrala[14] en el Albaicín. Era una pequeña y modesta casa, con un bonito y coqueto patio andaluz. Recuerdo ser inmensamente feliz en ella. Aquel día todas las vecinas estaban en el patio de la casa en torno a los braseros de carbón, ya que era febrero y hacía mucho frío. Estaba mi madre, junto a mi tía que había venido desde Barcelona y otros familiares. Mi madre estaba sentada en una mecedora de esas antiguas de madera, meciéndose, con los ojos vidriosos y con la cara muy triste. Mi tía la miraba de soslayo[15] para que mi madre no notara su mirada de compasión. Encima de la mesa recuerdo que había cuatro lazos negros, como los que llevaban mis hermanos mayores cuando acompañaban el féretro de mi padre aquella mañana camino al cementerio. Esos lazos eran para mí y mis hermanos: estábamos de luto y teníamos que llevar esos trozos de tela negro anudados en el brazo. A partir de ese día mi madre siempre vistió de negro, guardó el luto de mi padre. Ese es el recuerdo que tengo del día que murió mi padre.

 

Tras la muerte de mi padre recuerdo que pasaron muchas cosas importantes para mi familia. Mi madre trabajaba en el Mercado de Abastos de San Martín, muy cerca de la Catedral y de la Plaza de la Romanilla, que aunque se construyó en 1881 fue demolido y vuelto a construir en 1988. Recogía algunos pedidos que las vecinas hacían en los diferentes puestos y ella era la encargada de entregarlos. Sin duda, era un trabajo duro: cargar con peso, transportar aquellos pedidos por las calles de Granada y, en muchos casos, subir varias plantas de escaleras para entregar en mano la mercancía. Pero puedo decir con orgullo que, tras la muerte de mi padre, fue la que nos sacó a mi hermanos y a mí adelante. 

 

En aquella época existían las cartillas de racionamiento: una orden ministerial de 1939 estableció un régimen de racionamiento en España para los productos básicos de alimentación y de primera necesidad. Para llevarlo a cabo se crearon dos cartillas de racionamiento, una destinada a la carne y otra al resto de productos alimenticios. Con esas cartillas las familias se presentaban, todos los domingos en la iglesia para que, el párroco después de la misa, te sellara la cartilla para toda la semana, y así te dieran leche, pan, etc. En Navidad, con la cartilla te daban las bolsas de Navidad, que incluía turrón, mazapanes y uvas; y, en Semana Santa, te daban harina y huevo para poder hacer roscos[16] y otros dulces. Era una época de mucha escasez en España y estas cartillas ayudaban un poco a las familias. Sobre todo a las familias humildes cómo la mía. 

 

Un día, tras terminar la misa en la iglesia, el párroco le dijo a mi madre que había dos puestos vacantes en un colegio interno cercano y que tal vez, los mellizos, mi hermano y yo, podríamos aprovechar esas plazas. Mi madre le dijo al cura que habíamos sufrido mucho tras la enfermedad y la muerte de mi padre y que ella no quería separarse de nosotros, y que sería capaz de sacarnos adelante. El cura no dijo nada pero, unos días después, cuando mi madre fue a sellar la cartilla de racionamiento para poder adquirir la leche, no se la sellaron. Era una mujer muy valiente y, por ello, fue a hablar con el cura decidida y le dijo: “Don Antonio, ¿por qué nos ha quitado usted la cartilla?”. Y el cura dijo: “No te hace falta la cartilla pues tú has sacado a tus hijos adelante sola, así que no te hace falta”

 

Y le quitaron la leche, el pan y los alimentos que nos daban con la cartilla. Pero mi madre consiguió ocuparse de nosotros. Claro que aquello hizo que renegara de la Iglesia: no creía en las monjas, ni en los curas, ni en nada. Que le quitaran la cartilla de racionamiento, cuando tanta falta nos hacía, fue muy duro para ella. Y todo por no meternos en un colegio interno. Algo divertido fue que, aunque mi madre nunca más creyó en la Iglesia, ni volvió a asistir a misa, sí que nos permitió celebrar la comunión, porque es tradición que el día que tomas tu Primera Comunión, los curas colocaban a la salida de la iglesia unos dulces con chocolate. Así que se puede decir que hicimos la Primera Comunión por unos dulces. 

 

Tengo otro recuerdo, este un tanto amargo. Cuando yo tenía unos 12 años, hubo un terremoto. En aquella época vivíamos en una casa muy vieja frente a la Iglesia de San José, en pleno corazón del barrio del Albaicín. Esta iglesia fue edificada en el siglo XVI, sobre la Mezquita de los Ermitaños, que era una de las mezquitas más antiguas de Granada, levantada entre los siglos VIII y X.

 

Las casas de esta zona eran casas tan viejas, con tantas humedades, construidas con madera y adobe[17] que, durante aquel terremoto, muchas se cayeron y el Ayuntamiento de Granada, a los damnificados[18] les dieron chabolas[19] para poder vivir. Algunos vecinos fueron un poco pícaros[20] ya que, simples grietas y pequeños agujeros en los patios, los hicieron más grandes y profundos para conseguir nuevas casas. 

 

Nuestra modesta casa estaba formada por dos habitaciones muy pequeñas y un poco lúgubres y un pequeño patio andaluz: vivíamos y comíamos en una y dormíamos en la otra. En la habitación que usábamos para dormir, recuerdo que había colchones de borra antigua, es decir, de trapos cortados y triturados, que mi madre recogía por la mañana y los extendía a la hora de dormir. Así se hacían antes los colchones, con lana de mala calidad o con restos de otros materiales. A mi familia, finalmente, nos dieron una chabola en la zona de La Chana, cerca de lo que hoy es el Parque Almunia. Años después nos dieron este piso, en el que vivo yo ahora. Un piso moderno y muy luminoso, construido con buenos materiales, no con adobe y madera. 

 

En aquella época yo viví poco tiempo en este piso, porque cuando tenía 18 años me metieron en un colegio interno hasta los 21 años. Cuando cumplí la mayoría de edad, mi madre me mandó a Palma de Mallorca y volví aquí, a Granada, casi a los 40 años. Me metieron en un colegio interno porque me gustaba mucho un muchacho de mi barrio, un vecino de mi edad. Él era gitano y mi madre no quería que estuviese con él, porque yo apenas era una niña. En aquella época no había tanta libertad como ahora, si tenías pareja te casabas, quisieras o no quisieras. Y yo, que era un poco rebelde, no hice caso a mi madre y, más de una vez, me escapé con él, hasta que mi madre se enteró y me pegó una paliza para que aprendiera. Pero yo estaba enamorada de él. Era bailarín de flamenco: bailaba en las Cuevas del Sacromonte, el barrio más típico de Granada donde había muchos tablaos flamencos. Era muy moreno, guapo y llamaba mucho la atención, tenía a todas las chicas del barrio locas por él[21]Así que mi madre, como vio que no aprendía la lección y no quería que me casara con él, decidió escolarizarme en un colegio para internas en las Trinitarias, con la finalidad de alejarme de él. Pero antes de meterme interna, me escapé de casa e intenté ir a Barcelona, a casa de mi tía. Pero por el camino, un camionero que me recogió dio parte de que me había escapado y tuve que pasar una noche en el calabozo[22] de la Guardia Civil, hasta que mi madre me pudo sacar. Eso llevó a mi madre a tomar la decisión de internarme en el colegio. 

 

Tras unos años en el colegio interno, al cumplir 21 años, mi madre decidió sacarme del colegio. Coincidió mi salida del colegio con que mi hermana iba a dar a luz y mi madre decidió enviarme a Mallorca para que la ayudara con el bebé. Mi hermana vivía en Palma de Mallorca, cerca del mar. En aquella época yo no había visto nunca el mar, así que imagínate mi cara, cuando desde el avión divisé ese color azul intenso del Mediterráneo. ¡No podía ni pestañear de lo asombrada que estaba!

 

En Mallorca iba a diario a pasear por la orilla de la playa. Me gustaba el olor a mar, la maresía; me gustaba sentir el agua en mis tobillos descalzos y la brisa en mi cara. Desde la playa observaba la ciudad, la sierra de Na Burguesa, el bonito y antiguo Castillo de Bellver pero, sin duda, lo que más me gustaba era La Seu, la catedral gótica construida a la orilla de la bahía, con ese gran rosetón[23], dicen que es uno de los mayores del mundo. Pasaba tantas horas paseando por la playa que se me olvidaba ayudar a mi hermana y a su bebé. 

 

Allí, en Palma de Mallorca, pasé nueve años y conocí al que se convertiría, un tiempo después, en mi marido. Cuando mi madre, que seguía viviendo en Granada, se enteró de que  tenía novio, decidió viajar a Palma de Mallorca a conocerlo. Fue la primera vez que mi madre se montaba en un avión y veía el mar; y como me había pasado a mí, unos años antes, quedó maravillada y muy asombrada ante tal inmensidad del Mediterráneo. 

Mi madre conoció a mi novio. Al poco tiempo, y con su visto bueno, decidimos casarnos. Tras casarnos tuvimos a nuestro primer hijo. Por cuestiones de trabajo, decidimos irnos a vivir a Albacete, donde pasamos casi once años. Así que me despedí de mis paseos por la orilla del mar. 

 

Albacete es una de las ciudades más importantes de Castilla – La Mancha, pero no tiene mar. Así que al llegar allí sustituí mis largos paseos por la playa, por paseos por el Canal de María Cristina. Me contaron que fue una obra de ingeniería hidráulica de gran envergadura que se empezó a construir en 1805, durante el reinado de Carlos IV. Este Canal terminaba en el parque de La Fiesta del Árbol, que es uno de los parques[24] más grandes, emblemáticos y antiguos de Albacete.  

 

Pasados los años, y debido a unos conflictos familiares, decidimos irnos a vivir a Granada, ciudad que ni mi marido, ni mis hijos conocían. Yo estaba muy contenta por volver a mi tierra. En aquella época yo tenía casi 40 años. 

 

No te lo voy a negar pero tenía ese gusanillo[25] por volver a ver a mi primer amor, a aquel bailaor de flamenco de las Cuevas del Sacromonte. Yo soy de las que creen que ese primer amor nunca se olvida. Y, casualidades de la vida, la hermana de aquel chico que conocí en mi juventud, vivía debajo de mi casa, así que nos veíamos muy a menudo. Cuando él venía a ver a su hermana, mandaba a su sobrina a llamarme y yo bajaba con la excusa de tomarme un café en casa de mi vecina. Mi madre ya había fallecido, pero si supiera que seguíamos viéndonos, aunque fuera como amigos, no creo que le hubiera gustado. Tengo que decir que, al verle, aún sentía ese cosquilleo en el estómago. Recuerdo aquellas visitas con cariño, en las que hablábamos de cómo había sido la vida de cada uno. Él nunca había salido de Granada. Aún bailaba, aunque ya era algo mayor. 

 

Hoy sigo viviendo en Granada, ya soy algo mayor, pero me gusta recordar estos momentos de mi vida. Me gusta pensar que en esta casa en la que vivo y desde la que  estoy narrando esta historia, vivieron mi madre y mis hermanos. De esa manera los siento cerca de mí. 


[1] Mellizos – Nacidos de un mismo parto, y más especialmente de un parto doble.

[2] Dar cobijo – Acoger, generalmente compartiendo lo que tiene esa persona que acoge.

[3] Duelo anticipado – Se trata de un proceso vivido por el paciente y su familia, de forma previa a una pérdida real. En la mayoría de los casos se produce en un contexto de pacientes paliativos; ellos presentan una enfermedad avanzada y la muerte es un desenlace que ya se conoce.

[4] El toque de la campana tenía un toque especial, „toque de difuntos”, conocido como „doblar”, servía para dar a conocer el fallecimiento de algún vecino. Un doble consistía en tañer una campana y, tras una breve pausa, dar un toque a otra. Era costumbre extendida dar un número diferente de toques según el sexo del finado o persona muerta.

[5] Ataúd – Caja, ordinariamente de madera, donde se pone un cadáver para enterrarlo o para incinerar.

[6] Estar de luto – Signo exterior de pena y duelo en ropas, adornos y otros objetos, por la muerte de una persona. El color del luto en los pueblos europeos es el negro.

[7] Enterrar – Dar sepultura a un cadáver.

[8] Puente de Santa Ana – Fue construido en 1880, para lo que se usaron ladrillos y piedra de cantería. Su nombre se debe a la iglesia de Santa Ana junto a la que se encuentra. Este puente se construyó encima de los restos de otro antiguo puente, el conocido como Qantarat al-Hagimin o puente de los Barberos, que facilitaba la comunicación entre el Barrio la Aljama Almanzora y el Albaicín.

[9] Peseta – Unidad monetaria de España entre 1869 y 2002, hasta la implantación del euro.

[10] Borrachuelo –  Dulce típico de la zona. Los más conocidos son los borrachuelos de Pampaneira.

[11] Matalauva – Anís. 

[12] Ajonjolí – Semilla de esta planta, pequeña, oleaginosa, comestible y de color amarillento, muy apreciada en bollería.

[13] Saber [algo] a gloria –  Resultar [algo] muy placentero y, especialmente, tener un alimento, un sabor delicioso.

[14] Corrala –  Casa de vecinos típica de ciertos barrios populares de Madrid formada por varios departamentos con galerías y en el que las puertas principales de todas las casas dan a un gran patio interior.

[15] Mirar de soslayo – Mirar de reojo, es decir, se hace siguiendo con la mirada una línea oblicua y no de forma directa, normalmente con la intención de no ser sorprendido en la acción.

[16] Rosco – Pan o bollo en forma de rosca.

[17] Adobe – Masa de barro mezclado a veces con paja, moldeada en forma de ladrillo y secada al aire, que se emplea en la construcción de paredes o muros.

[18] Damnificados – Que ha sufrido un daño, en especial cuando es consecuencia de una desgracia colectiva.

[19] Chabola – Vivienda de escasas proporciones y pobre construcción, que suele edificarse en zonas suburbanas.

[20] Pícaro – Personaje de baja condición, astuto, ingenioso y de mal vivir, protagonista de un género literario, surgido en España en el siglo XVI. Listo, espabilado, tramposo y desvergonzado. 

[21] Tener a alguien loco por una persona –  Gustarle mucho a alguien.

[22] Calabozo – Lugar seguro, generalmente lóbrego e incluso subterráneo, donde se encierra a determinados presos.

[23] Rosetón – Ventana circular calada, con adornos.

[24] Maresía – Aire cargado de humedad marina en las zonas cercanas a la orilla del mar.

[25] Tener el gusanillo – Tener la inquietud, la curiosidad por algo.

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