Escritor: Trifón Miguel Jiménez Suárez

Narrador: Anónimo

Organización: Didark y UGR

Título: Lo que el tiempo se llevó

Nivel: Avanzado

IdiomaEspañol 

Resumen: La autora de esta historia, relata cómo era la vida antes y la compara con la vida actual. Narra algunos pasajes de su vida, contados por su padre. 

Palabras clave: Historia de vida, Infancia, Salud mental, Pueblo, Coronavirus. 

Lo que el tiempo se llevó

A través de esta historia quiero enfatizar las diferencias y cambios que se han producido entre la vida de antes, de hace unos años, cuando yo era pequeña, respecto a la vida de ahora. Las cosas han cambiado mucho: han desaparecido costumbres y han surgido otras nuevas. La sociedad ha evolucionado y de ahí esos cambios. A mí me gusta recordar algunas historias del pasado y comparar cómo era mi vida antes y cómo es ahora. 

 

Cuando era pequeña, mi padre me contaba cosas de su infancia y a mí me gustaba escucharlas. Esas historias eran como pequeños cuentos para mí. Hoy me sirven no solo para recordar a mi madre y aquellos ratitos que pasé con ella, si no para entender mejor a mi familia y ciertas costumbres. 

 

Recuerdo que, en una ocasión me contó, que ella tenía varios hermanos, a algunos de los cuales no llegué a conocer yo porque fallecieron antes de mi nacimiento, y que sus padres, mis abuelos, tenían tierras en la sierra, en la comarca de Loja, a unos 33 kilómetros de la ciudad de Granada. En esas tierras, su familia tenía un pequeño cortijo[1], algo humilde, pero con espacio suficiente para el ganado: cabras y ovejas, de las que obtenían leche, carne y pieles. Además, hacían queso y yogurt. 

 

mi padre le encantaba el requesón que hacía su madre. No sé si sabes cómo se hace el requesón pero se obtiene a partir de fermentar[2] y cocer el suero de leche[3]. Este suero es lo que sobra de la elaboración de los quesos, por lo que el requesón no es un queso, sino un derivado lácteo. El suero se fermenta y luego se cuece, de manera que el líquido se solidifica formando una pasta de color blanca, sabor suave y textura blanda y granulosa. Una delicia, como decía mi padre, que solía comerlo con un trocito de pan. A mi padre también le gustaba mucho un estofado de carne de cabra acompañado de papas arrugás que preparaba su madre, a fuego lento y con mucho cariño. Hay que decir que este es un plato típico de la cocina canaria, y es que, mi bisabuela contaba que tenía ancestros guanches[4], que es el nombre de los antiguos aborígenes de la isla de Tenerife en Canarias. Mi padre tenía la piel oscura, muy curtida por el sol, tal vez por esos orígenes de las islas y por el duro trabajo del campo. En aquella época, la gente pasaba mucha hambre, ya que había bastante pobreza en España,  pero él y sus hermanos, al cultivar la tierra y gracias al ganado de mis abuelos, no la pasaron. Era mucho esfuerzo pero, sin duda, eran unos privilegiados. Además, mis abuelos tenían una pequeña casita en Olivares (Granada), mi pueblo y el pueblo de mi familia. No sé si lo conoces, pero es un pueblo muy tranquilo, donde se respira aire fresco de la sierra. 

 

Mi padre me recordaba con tristeza otro pasaje de su vida, uno de cuando él era jovencito. En 1936 estalló la Guerra Civil en España y recordaba con angustia cómo tuvieron que huir abandonando el pueblo de Olivares. Tuvieron que abandonar el pueblo porque allí mismo estaba el frente de batalla, es decir, la línea donde luchaban los ejércitos enemigos, los de izquierdas y los de derechas, el bando republicano y el bando sublevado. ¿Te imaginas que miedo tuvieron que pasar? La gente del pueblo tuvo que huir, dejando sus casas y enseres personales. Algunos en esa huida escaparon hacia el pueblo de Pinos Puente, otros hacia el pueblo de Tiena y la familia de mi padre, mis abuelos y mis tíos a Colomera, un pueblo cercano al que el frente de batalla no llegó. Tras finalizar la dura y cruenta guerra en 1939, mi padre y su familia volvieron al pueblo de Olivares, pero lo habían perdido todo: su pequeña casa estaba destruida, no habían conservado apenas objetos de valor, pero pudieron recuperar entre los escombros de su casa algunos aperos de labranza[5]: una pala para labrar la tierra, un pico para preparar la tierra para la siembra e incluso un arado que utilizaban para abrir surcos en la tierra y remover el suelo antes de sembrar. Estos aperos los utilizaron para, poco a poco, recuperar su vida. 

 

Consiguieron algo de dinero como asalariados en diferentes trabajos de campo, como recogiendo aceitunas. De esta manera, pudieron comprar un mulo y así comenzar de nuevo a arar y sembrar la tierra. Cultivaron trigo, cebada y mijo, almendros, higueras y vides[6], de las que aprovechaban las uvas frescas, pero también llegaron a fabricar vino e incluso pasas[7], que tuvieron una gran fama y fue un producto muy solicitado por comerciantes que acudían a Olivares. Según recordaba mi padre, con algunas de esas pasas, mi abuela hacía un postre muy rico, unas tortitas rellenas de almendras y pasas, cuya receta guardaba con cierto recelo[8]. Y es que parece ser que era una receta familiar cuyo origen era árabe de la época de Granada era territorio nazarí. 

 

Unos años después, mi padre y sus hermanos pudieron plantar también olivos.  Hay que destacar que en esta zona de Granada es muy importante el cultivo del olivar del que se puede obtener aceite y aceitunas. En el pueblo de Olivares se había construido una almazara, un molino para extraer el aceite de las aceitunas y mi familia decidió aprovechar esa oportunidad para hacer aceite y poder venderlo. También me contó mi padre que, además de la almazara, en Olivares se construyó una fábrica para obtener azúcar de remolacha, algo muy importante, porque tras las Guerra Civil este tipo de industrias generaron una transformación agrícola e industrial en Andalucía. Recuerdo que me comentó que, alguno de sus hermanos menores había trabajado en dicha fábrica. 

Mi padre vivió en casa de sus padres mucho tiempo, hasta que se casó, algo muy habitual en aquella época: la gente joven no se independizaba hasta que no se casaban. Esto es una tradición que ha cambiado hoy en día: los jóvenes se independizan sin necesidad de casarse. Tras contraer matrimonio con mi madre, tuvieron seis hijos, y con mucho esfuerzo y trabajo, se pudieron comprar una casa, que es esta en la que vivo yo hoy en día. 

 

Recuerdo mi niñez en esta casa que, para mí, era la más bonita del mundo. Una parte de la casa daba a un antiguo y centenario olivar y el otro lado de la casa, donde estaba la fachada principal, daba al Convento de Olivares, que hoy en día es un importante Centro Cultural, donde se realizan muchas actividades y al que yo suelo acudir de vez en cuando. La casa tenía cuadras para las mulas, un pajar donde guardábamos la paja para las cabras y otras habitaciones con jaulas con muchos conejos. Además había gallinas y polluelos. Las gallinas ponían huevos que mi madre y las vecinas aprovechaban en la época de Navidad para hacer postres caseros. ¡Cómo olía la casa a dulce durante aquellos días! Las mujeres del vecindario se juntaban y cocinaban roscos, magdalenas, piononos, etc, mientras conversaban a la luz del fuego de la lumbre. Lo convirtieron en un ritual. Hoy también se ha perdido esta tradición, es más práctico ir a la panadería y comprar los dulces ya hechos. 

 

La casa también tenía una cocina y un patio, con varias tinajas grandes de cerámica, que servían para almacenar el agua de la lluvia, porque en aquella época no teníamos agua corriente en casa, algo muy diferente a las casas actuales. También, en aquellos tinajones, almacenábamos vino, aceite y granos de cereales. Eran tinajas profundas y panzudas. En la cocina había una gran chimenea donde hacíamos fuego y donde se cocinaba, porque en aquella época no existían cocinas tan modernas como las de ahora: con un simple hornillo sobre la lumbre nos apañábamos. Encender la lumbre era una tarea un tanto complicada, a pesar de la maestría que habían adquirido nuestras madres desde muy temprana edad: ponían un ramo de tomillo en el suelo y encima palos más delgados y, sobre estos otros más gordos. Las cerillas eran las que encendían esos ramos, aunque las pajas y el papel de periódico viejo también eran buenos para encender. El soplillo[9] era lo que iba encandilando más esa lumbre para, después de que prendieran los troncos llamados tizones, pudiera entrar en escena el fuelle[10], para avivar más la candela. En la chimenea siempre estaba colgando el caldero de cobre, para que todo el día hubiera agua caliente en casa, para cocinar, pero también para poder asearnos.  

 

En aquella época, como no había agua corriente, las mujeres, incluida mi madre, iban al lavadero a lavar la ropa. Los lavaderos se dividían en dos estanques: en uno, situado en la parte más baja del lavadero, enjabonaban y, en el otro, aclaraban. Alrededor de estas pequeñas pozas[11] había un espacio con inclinación y ondulaciones para facilitar el frote de la ropa. Los lavaderos, además de un sitio de trabajo, eran puntos de encuentro y de tertulia para las mujeres del lugar. Un universo propio, un espacio heredado de madres a hijas a lo largo del tiempo. Las mujeres allí reunidas, cantaban, contaban historias y se ponían al día de los sucesos de la vida cotidiana y, por qué no, también este espacio provocabaa su vez nuevos acontecimientos en la vida de la comunidad, como dijo el escritor portugués, José Saramago: “las conversaciones de las mujeres mueven el mundo”. Los lavaderos solían construirse a las afueras de los pueblos y cerca de arboledas que servían para tender la ropa y que se orease bien o secase. En el pueblo de Olivares, el lavadero que era una pequeña habitación construida en piedra y madera,  estaba cerca de mi casa, frente al olivar centenario. 

 

Uno de los recuerdos más entrañables que tengo es cuando mi madre me mandaba a lavar los trapos que servían como pañales para mis hermanos pequeños. Recuerdo frotar y frotar, y las risas y carcajadas de las vecinas ante mi frustración al ver cómo las manchas no salían. El jabón utilizado era hecho en casa con sosa y grasa, normalmente de cerdo, la que sobraba de la matanza[12]. El jabón elaborado así, artesanalmente, se guardaba en una caja de madera cortado en piezas cuadradas y rectangulares. Muchas veces, después de enjabonar la ropa, la tendíamos al sol, para que blanquease, y la dejábamos allí hasta el día siguiente, y entonces se aclaraba y se llevaba a casa. Recuerdo cómo se dejaban las puertas y ventanas de las casas abiertas, sin miedo a robos. Cuando mi madre iba a lavar o comprar le pedía a alguna vecina que echara un ojo[13] a los niños, mientras seguíamos jugando en la calle. En esa época no es como ahora, allí éramos como una gran familia, nos ayudábamos los unos a los otros. 

 

Años después, ya en mi juventud, el pueblo fue creciendo, se construyeron más casas, vino gente de otros pueblos a vivir a Olivares. Y fue en esa época cuando ocurrió la llamada “la lengua de tierra”[14]. Recuerdo como aquella mañana, al levantarme, mientras mi madre ponía el puchero[15] con café en la lumbre, entró una vecina gritando que el olivar centenario que había frente a nuestra casa había desaparecido. También se había tragado la tierra el lavadero y el camino que conducía a él. Incluso el cauce del río del pueblo, el Velillos, se había cortado. Este extraño fenómeno, atrajo a mucha gente que venían de grandes ciudades como Madrid, Granada o Bilbao, curiosos y profesionales, como sismólogos[16], periodistas, científicos, etc. Todos venían con mucha curiosidad y preocupación. Los vecinos que vivían en las zonas más próximas al suceso tuvieron que abandonar sus casas. El gobernador civil se reunió con científicos que estudiaban el fenómeno, quienes decidieron levantar casas prefabricadas de emergencia en la zona alta del pueblo conocida como “Villa del Rey”, situada al lado de un gran cortijo, a cierta distancia de “la lengua de tierra”.

 

Este fenómeno duró varios días, del 12 al 27 de abril de 1986, y produjo muchas pérdidas materiales para el pueblo: desapareció el olivar centenario y desapareció el lavadero de piedra al que acudían a lavar. Se temía que la tierra se tragara el pueblo de Olivares, porque había una antigua leyenda que decía que Olivares ya había desaparecido una vez en la antigüedad. Pero poco a poco, con la ayuda de los profesionales, e incluso el ejército que había acudido al pueblo, se fue extrayendo la tierra y todo volvió a la normalidad. Pasado un tiempo, los niños y las niñas de la escuela del pueblo, sembraron en aquella zona de “la lengua de tierra” árboles, que a día de hoy se han convertido en una gran arboleda. 

 

Hoy sé que “la lengua de Olivares” fue un deslizamiento complejo en margas cretácicas, con movimiento rotacional en la parte de cabecera, que desembocó en un gran flujo de tierras, un terremoto que alcanzó una velocidad de 4 grados en la escala de Richter. Los sismólogos decían que Olivares nunca debió construirse en esa zona de la sierra y que las condiciones que provocaron aquel deslizamiento de la tierra pueden reproducirse todavía hoy en cualquier momento. Aunque no ha vuelto a ocurrir, hay que estar al tanto, en alerta. Aquel fue un hecho importante en la historia del Olivares. 

 

Recuerdo algunas cosas de mi juventud. Era obligatorio en aquellos días, que los hombres hicieran la mili. Era el Servicio Militar Obligatorio y durante algunos meses, incluso años, los hombres jóvenes, recibían formación militar de forma obligatoria. Mi hermano mellizo también tuvo que hacerla. Y para mí fue muy triste pasar aquellos meses separada de él, ya que teníamos muy buena relación, además de ser mi hermano mellizo, era como un amigo. Mientras los hombres acudían a hacer la mili, las mujeres, como no hacíamos la mili, aprendíamos nuestras labores: nos dedicábamos a bordar, a hacer ganchillo, a tejer, a coser, y hacíamos mantelerías, bordábamos iniciales de nuestros nombres en juegos de cama, preparábamos el ajuar[17] para cuando nos casáramos. También aprendíamos a cocinar, a planchar y a llevar la casa. Era lo habitual. Hoy no es obligatorio hacer la mili, ni las mujeres se dedican a sus labores porque trabajan, ni preparan su ajuar. Otra de esas costumbres que han cambiado. 

 

Mi hermano mayor también hizo la mili unos años antes que mi hermano mellizo, y al volver de esos meses de servicio, vivimos una de las experiencias más duras de mi familia. Mi hermano, que era un chico muy obediente, ordenado, limpio, que decían que tenía muy buena conducta, tuvo mala suerte y, tras el servicio militar, se puso enfermo: le diagnosticaron esquizofrenia[18] y fue un golpe muy duro para toda la familia. Y tuvimos que ir poco a poco superando el golpe de la vida y adaptándonos a la dureza de la enfermedad. Y es que la esquizofrenia es un trastorno mental grave por el cual las personas interpretan la realidad de manera anormal, puede provocar una combinación de alucinaciones, delirios y trastornos graves en el pensamiento y el comportamiento, que afecta el funcionamiento diario y puede ser incapacitante. Tuvieron que medicarle y, poco a poco, pudo llevar una vida estable. 

 

Pasaron los años, mis otros hermanos se fueron casando y mi hermano mayor, el que estaba enfermo y yo, fuimos los que más años vivimos en la casa de mis padres. Yo estuve junto a ellos hasta que se jubilaron, que fue cuando decidí casarme, me fui de la casa y tuve varios hijos. Pero mi madre falleció y se quedaron solos mi padre, ya mayor, y este hermano mío, que seguía algo enfermo. Ninguno de los dos sabía cocinar, ni hacer nada en la casa, algo muy habitual en los hombres de su edad, por lo que me encargué yo de ayudarles. Imagínate, llevaba mi casa y la casa de mi padre, hacía el doble de trabajo: hacía comidas, limpiaba, atendía a mis hijos pequeños, lavaba, etc.

 

Así estuvimos unos años, mi marido trabajaba fuera de casa y yo me encargaba de las dos casas, de la mía y de la de mi padre. Hasta que mi padre falleció y mi hermano, muy deteriorado, entró a vivir en una residencia, para ser atendido por sanitarios. Sanitarios a los que quiero recordar y hacer un homenaje en esta historia que estoy contando, tras los duros meses que estamos viviendo por el coronavirus y la pandemia mundial. Y es que mi hermano en la residencia ha estado enfermo de coronavirus, pero se ha recuperado, aunque el pobre está muy deteriorado por su enfermedad. 

 

Y, por último, quiero contar otro pasaje de mi vida, un recuerdo un tanto amargo también: tuve la mala suerte, por decirlo de alguna manera, porque no sé si la mala suerte existe o es el destino, que me casé con un hombre que era alcohólico. Además, yo caí enferma, al igual que mi hermano, tuve una enfermedad mental: tuve muchas depresiones graves, de las cuales fui saliendo poco a poco, con fuertes episodios de tristeza y ansiedad. En una ocasión se me complicó la depresión con un trastorno alimenticio, tipo bulimia, aunque casi no lo recuerdo. La medicación que me recomendaron los psiquiatras tenía muchos efectos secundarios, como no poder moverme de la silla, me quedaba sin energía. En aquella época mis dos hijos eran pequeños y me preocupaba no poder atenderlos. Pero, con mucha fuerza de voluntad y poco a poco, salí de esa depresión. 

 

Mis hijos crecieron y estoy muy orgullosa de ellos, con los que hoy en día, comparto muchos momentos y les cuento muchas historias, historias de la vida de antes. Los últimos meses, dada la situación que se está viviendo en el mundo, con el coronavirus, hemos estado algo alejados, sin mucho contacto físico, pero gracias a las tecnologías, como el móvil e internet, los he sentido muy cerca de mí. Sin duda, otro cambio respecto a la vida de antes, transformación social que ha hecho que podamos estar cerca de los nuestros en momentos tan complicados como este. 

 

[1] Cortijo – Finca rústica con vivienda y dependencias adecuadas, típica de amplias zonas de la España meridional.

[2] Fermentar – Degradarse por acción enzimática, dando lugar a un producto más sencillo.

[3] Suero de leche – Parte que permanece líquida al coagularse la leche. 

[4] Guanches – Pueblo que habitaba en el pasado en las Islas Canarias. 

[5] Aperos de labranza – Utensilios o herramientas de determinados oficios o actividades, en especial de las faenas agrícolas.

[6] Vid – Planta vivaz y trepadora de la familia de las vitáceas, con tronco retorcido, vástagos muy largos, flexibles y nudosos, hojas alternas, pecioladas, grandes y partidas en cinco lóbulos puntiagudos, flores verdosas en racimos, y cuyo fruto es la uva. Originaria de Asia, se cultiva en todas las regiones templadas.

[7] Pasas – Uva seca enjugada naturalmente en la vid, o artificialmente al sol, o cociéndola en lejía.

[8] Recelo – Sospecha o falta de confianza hacia una persona por suponer que oculta malas intenciones o hacia una cosa por suponer que conlleva algún peligro.

[9] Soplillo –  Ruedo pequeño, comúnmente de esparto, con mango o sin él, que se usa para avivar el fuego.

[10] Fuelle – instrumento que atrapa aire del exterior y lo lanza con fuerza en una dirección; consiste en una especie de caja con paredes plegables o flexibles que cuando se llena de aire se abre y para expulsarlo se cierra.

[11] Pozas –  hoyo donde se acumula el agua.

[12] Matanza – faena en la que se mata un cerdo y se prepara su carne para que sirva de alimento.

[13] Echar un ojo –  Mirar rápida y superficialmente a alguien o algo con objeto de cuidar si está todo bien. 

[14] Trozo de tierra largo y estrecho que penetra en el mar, río, etc.

[15] Puchero – Vasija de barro o de otros materiales, con asiento pequeño, panza abultada,  cuello ancho, una sola asa junto a la boca. 

[16] Sismología – Ciencia que estudia los terremotos.

[17] Conjunto de muebles, enseres y ropas de uso común aportados por la mujer al matrimonio.

[18] Esquizofrenia – Enfermedad mental correspondiente a la antigua demencia precoz, que se caracteriza por una disociación específica de las funciones psíquicas, que conduce, en los casos graves, a una demencia incurable.

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